
En el debate sobre el presupuesto nacional, se suele aplaudir cada aumento en los recursos destinados a la educación superior. Se celebra como un triunfo de la equidad y del progreso, pero pocas veces se observa el costo oculto de esa decisión: el abandono relativo de la educación inicial, primaria y secundaria, que son el verdadero cimiento de la igualdad social.
Chile continúa invirtiendo más proporcionalmente en sus universidades que en los jardines, escuelas y liceos donde se forman las bases del aprendizaje y la convivencia. Según las cifras más recientes, el gasto directo en educación superior más que triplica al destinado a la formación parvularia, pese a que los economistas y pedagogos del mundo coinciden en que el retorno social de cada peso invertido en la infancia es mucho mayor. No se trata solo de cifras: se trata de justicia.
Porque no hay equidad posible si los niños y niñas de los colegios municipales siguen aprendiendo en condiciones desiguales, con docentes sobrecargados, infraestructura deficiente y programas que se reactivan cada año sin continuidad real. Mientras tanto, los estudiantes de los colegios particulares —que parten con ventajas evidentes— llegan mejor preparados a la educación superior y logran acceder con facilidad a los beneficios del Estado. Es un círculo vicioso: se financia más lo que menos necesita apoyo, perpetuando una brecha que divide a Chile desde la cuna.
La desigualdad educativa no se corrige otorgando más becas universitarias, sino asegurando que cada niño y niña del país reciba en sus primeros años una educación de calidad, con estímulos cognitivos, afectivos y culturales que le permitan desplegar todo su potencial. Si ese derecho se garantiza en la infancia, la universidad deja de ser un privilegio reservado para quienes nacieron en la zona correcta o pudieron pagar una enseñanza de elite.
Invertir decididamente en la educación inicial, primaria y secundaria no es un gesto simbólico: es una medida estructural de justicia social. Supone redistribuir los recursos del Estado hacia donde su impacto es mayor, fortalecer el rol público de los colegios municipales y garantizar que la calidad no dependa del bolsillo de las familias. Mientras sigamos destinando la mayor parte del esfuerzo fiscal a la educación superior, seguiremos alimentando una estructura de discriminación que separa a los hijos de los profesionales de los hijos de los trabajadores.
Es tiempo de que el país mire hacia abajo, hacia el inicio del camino educativo, donde se decide la verdadera igualdad de oportunidades. Lo que está en juego no es solo la calidad del aprendizaje, sino la cohesión social y la promesa republicana de que todo niño o niña, sin importar su origen, pueda llegar tan lejos como su talento y esfuerzo lo permitan.
Redistribuir el foco presupuestario hacia la educación inicial y escolar no es un gasto: es la inversión más inteligente, más humana y más transformadora que Chile puede hacer. Porque la justicia social no se decreta en la universidad: se construye en la sala de clases de un colegio público.